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Con la pata de palo

Podría decir que sucedió un día cualquiera a una hora indeterminada para darle ese aire misterioso y de novela rancia, pero no: tocaba el lunes. Aun así, para mí este día no es tan terrible ya que si algo sale mal, tienes toda la semana para arreglarlo. El caso es que de buena mañana recibí un correo que anunciaba con pasmosa frialdad que mi blog había sido hackeado. ¡Cómo innovan los padres y madres de la bazofia virtual! —pensé para mis adentros—. Y es que últimamente estoy hasta la pituitaria de recibir correos de prosélitos de ciertas ciencias difusas que se dedican a venderme humo. A mí es que los vahos de dióxido de carbono no me terminan de gustar; prefiero el O2 que, por si fuera poco, no se te solapa a la ropa.

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Lo llaman visibilidad

Mira que caer en el enfoque prescriptivo me da miedo. Y con las redes sociales, algo de naturaleza tan compleja, todavía más. Se insiste, con la persistencia de un soniquete, en la importancia de que un traductor se sumerja en ellas. Como un mantra. No obstante, olvidamos que la importancia es un término con muchas aristas y meramente subjetivo. Los elementos 2.0 que nos asisten serán importantes en el caso de que sepamos sacarles partido y nos reporten algún beneficio en nuestra vida laboral y personal. No son importantes per se, sino que es el propio usuario el que les concede la relevancia que merecen.

Pero si hay una característica fundamental que las equilibra a todas es el argumento inevitable del «número de seguidores». Dejando de lado cuestiones de justicia e injusticia, méritos o deméritos, así está montado el tinglado y no tiene visos de cambiar. Es una realidad palpable en las redes que prime la cantidad antes que la calidad y, por consiguiente, se instituyan los modelos repetitivos. Por eso, hay que tratar de ser selectivo y no imitar patrones de comportamiento que conducen inevitablemente a la histeria por conseguir relevancia a cualquier precio. Aunque los cauces de la admiración son caprichosos, es evidente que resulta más atractivo alguien con tropecientos mil seguidores que otro que no supere el centenar.

Y no suele haber atajos ni reflexiones muy concienzudas: «si tiene tantos seguidores es que los merece». Bien, ¿algo más? Y no, no quiero dejar al margen valores como «respeto» y «humildad», que por desgracia están siendo absorbidos por la Compañía de Egos Virtuales S.A., —a través de una OPA hostil, por cierto—. Las redes sociales, mal interpretadas, se prestan al desarrollo de la egolatría y el componente emocional es decisivo para sentir que detrás de la pantalla hay una persona. Y la carrera oligofrénica que incita al seguimiento en masa y la búsqueda incesante de supremacía-influencia virtual no ayuda a humanizar estos espacios de encuentro.

En conversaciones informales, en algunas charlas en las que he tenido el gusto de poder hablar en público o en entradas de blog he podido constatar el grado de confusión que, a mi juicio, existe con respecto al papel de las redes sociales y otras herramientas en la vida de un traductor. Hay montones de lecturas interesantes que hablan sobre el jugo que se les puede extraer, pero hay muy pocas que cuestionen su uso y las falsas expectativas que se crean en torno a ellas. Y podría llegar a ser peligroso ya que, en ocasiones, he percibido en ciertas respuestas y actitudes un abismo del tamaño de la fosa de las Marianas entre la realidad del mercado y un mundo 2.0 más virtual que nunca.

Porque la confusión llega a extremos de ficción al más puro estilo hollywodiense. La asociación trabajo-visibilidad-méritos-relevancia puede derivar en un auténtico galimatías. De eso se trata, de visibilidad. De este término, lo que representa y de materias afines estaré hablando en uno de los seis seminarios web que han organizado las chicas de Educación Digital para el curso «Traductores 2.0» que, por cierto, tuve la suerte de disfrutar el año pasado. Con el firme propósito de alejarme de la «cantinela de siempre», mi objetivo consistirá en ofrecer una visión constructiva de lo que implica y no implica el término «visibilidad».

¿Visibilidad? Probablemente
Fuente: Rai Rizo

[Des]encuentros en la primera fase

¿Diferentes contrastes, no?

Todo traductor sabe que labrarse una carrera como profesional autónomo lleva su tiempo. Nadie llega y besa a San Jerónimo para cobrar, poco tiempo después, tarifas de dos cifras por palabra y que los clientes caigan plácidamente desde cielo envueltos en papel celofán de colorines. Hay que ser muy constante, saber perder —mucho— para después ganar, saber encajar muchos silencios indiferentes, asociarse con inteligencia, saber qué contactos son beneficiosos y cuáles perniciosos, no dejar de moverse en cualquier ámbito que consideremos de nuestro interés y, sobre todo, no caer en la tentación de pensar que este mundo cruel y sanguinario nos da la espalda. Son los principios básicos del manual de constancia del traductor autónomo principiante que tan bien desarrolla Ana en su última entrada.

Pero que yo sepa, no conozco a ningún traductor que emplee un sofisticado sistema para alimentarse de la luz que emite la pantalla del ordenador. Los sueños, las letras, los libros, las series y tantas otras cosas sirven de alimento para otras partes de nuestro organismo pero el estómago, que manda mucho, pide manduca con subida de IVA incluida. Y para tener unos ingresos más o menos estables, el que suscribe se presentó a una entrevista de trabajo para ingresar en plantilla como traductor de documentación de una empresa. Fui sin demasiadas expectativas para evitar chascos innecesarios, confiado en mis posibilidades y con ganas de saber cómo estaba el mercado laboral en plantilla que hacía tiempo que no palpaba. Un trabajo en plantilla me serviría para prolongar la carrera de fondo denominada «búsqueda de clientes del traductor autónomo en su etapa inicial» con fundamentos económicos más sólidos. Here I go!

Entro a la oficina ya, ¿vale? Me la encuentro excelentemente iluminada, con un mobiliario atractivo y un personal que inspira confianza al ser prácticamente de mi generación. La entrevista comienza con el protocolo habitual; nada interesante. Unas cuantas preguntas y unas respuestas sin mucha sustancia relativas a mi formación y experiencia. Noto cierto entusiasmo al confirmar que, además del inglés, también domino el francés. A continuación, explicación necesaria del puesto de trabajo que paso a resumir: traducción de la página web y todos los contenidos que se vayan generando, atención telefónica y por correo electrónico con clientes extranjeros incluyendo también la traducción de ciertos correos problemáticos que requieran la participación de un profesional de la lengua que sepa expresarse más allá de ese inglés medio español, en suma, tarea mastodóntica de expansión internacional de la empresa con la consiguiente implantación en nuevos mercados. Evidentemente, la oferta de trabajo que publicó esta empresa no entraba en este tipo de detalles —que quizá consideraron irrelevantes—, y solo hacía hincapié en la necesidad de contratar a un traductor. ¿A un traductor nada más?

Los problemas empezaron a surgir cuando la encargada de Recursos Humanos me preguntó qué sueldo consideraba que era justo cobrar por ese trabajo. Mi respuesta, sin ser pretenciosa, trató de ser justa y ecuánime según mis principios laborales y el contenido de la oferta que me acababa de describir. Le introduje un rango de mínimo y máximo sueldo sin ningún tipo pretensión o intento de presionar lo más mínimo. Al fin y al cabo, es la empresa la que establece el precio final de lo que vale un trabajo. Sólo dije que un sueldo mileurista no estaba justificado para un puesto de esa naturaleza.

Lo que no me esperaba era una respuesta tan visceral por parte de la entrevistadora que me preguntó si sabía en qué ciudad quería trabajar, que no estaba en Madrid o Barcelona, que tenían que pagar una cotización a la Seguridad Social y que un trabajador como yo les saldría muy caro. Puedo asegurar que no pedí la luna, sólo lo que consideraba justo y digno para cualquier trabajador que tuviera que emprender esa tarea. Me indigné muchísimo ante tal ataque de pedantería empresarial y le contesté que no conocía su volumen de negocios, ni lo que facturaban al año, pero un sueldo por debajo de los mil euros estaba totalmente fuera de lugar. Si no le apañaba una respuesta como la mía, mejor que no hubiese preguntado. Sigo pensando que no debería ser agraviante para nadie querer cobrar un sueldo digno; quizá y sólo quizá, es peor sentir cómo había cierta pretensión en el ambiente por hacer que me sintiera como un aprovechado/ventajista o, simplemente, percibiera que quería vivir por encima de mis posibilidades reales. Obviamente, la segunda parte de de la entrevista no había tomado la mejor dirección.

Después de explicarle con paciencia y comprensión que no hacía traducción simultánea sino interpretación y las diferencias entre la traducción inversa y directa, me preguntó si mi pronunciación inglesa tenía acento español. Me limité a contestarle que para cualquier persona nacida en España que ha aprendido cualquier lengua extranjera aquí es harto complicado que abandone ese deje español a la hora de pronunciar cualquier idioma extranjero. La influencia de la lengua materna, que en la inmensa mayoría de los casos suele ser la lengua de uso diario, juega un papel extraordinario en este caso. Le hice ver que no tenía el maravilloso acento British de Colin Firth pero tampoco el de Nadal cuando da sus discursos después de ganar cualquier torneo. La comunicación y el entendimiento puede existir entre dos personas con acentos diferentes y es bastante simplista asociar el nivel de inglés y la competencia de una persona a un acento particular.

Me parecía tan absurdo como estéril continuar por ese camino. Fue entonces cuando me dijo que le daba auténtico pavor contratar a una persona que pronunciara «jeloóu» al iniciar una conversación. A mí también me lo daría como empresario. Me limité a contestarle con brevedad que no era mi caso porque ya empezaba a sentirme, una vez más, molesto. Finalmente terminó reconociendo que era una manía personal y que no tenía importancia. Eso sí, ya lo había dejado caer y me había tocado el hocico un ratito. Además, bien claro dejé desde el principio que no era nativo —mi nombre y apellidos me delatan— y que simplemente podría hacer un buen trabajo en esa empresa. Si un perfil no interesa por cualquier motivo, no se convoca la entrevista y punto pelota. Nadie pierde el tiempo así.

Ni Forrest en plena forma la termina en cinco minutos.

La última parte de la entrevista fue el momento más surrealista de la mañana: me encontré con tres folios en español encima de la mesa para que fueran traducidos al inglés. Vale, vamos. Entonces llega ese momento en que me da elegir entre un bolígrafo o un lápiz. Con estupefacción le indico si voy a hacer la prueba sin ordenador y sin acceso a glosarios o consulta de internet. También me señala que lo ideal sería que hiciera la traducción en cinco minutos. «Corre, Rai, corre» y me viene a la cabeza la imagen de Tom Hanks trotando como un poseso y me descojono por dentro. La risa floja por poco aflora porque tres páginas en cinco minutos al inglés ni un monete oligofrénico, oiga. Le pregunto si lo que estoy viviendo es una situación real de trabajo en la empresa ya que para cualquier traductor serio que se precie es un contexto totalmente delirante.

Me repite que no va a haber «apoyos externos» y que traduzca lo que me dé tiempo. Cojo mi lápiz cual buen amanuense cisterciense y, hala, a traducir. La entrevista está a punto de terminar no sin antes tener que enfrentarme a la siguiente pregunta: «¿Tú qué harías si te encontrases con una situación así en una conversación telefónica? ¿Improvisarías?» Aproveché la ocasión para decirle que «evidentemente improvisaría» y, de paso, recordarle que estaba incurriendo en un error de bulto ya que no comprendía bien las diferencias comunicativas entre un contexto oral y otro escrito. Una de las últimas cosas que le dije es que la calidad de una traducción ha de valorarse por el producto final resultante de un largo y complejo proceso lingüístico y no por un borrador escrito en lápiz con multitud de tachones.

Tampoco había mucho más que añadir a la entrevista excepto el último apretón de manos protocolario y un «ya te avisaremos cuando tengamos el resultado de la prueba». ¡Ah, bueno, sí! Escuché antes de irme que quizá cambiarían ciertas cosas del proceso de selección de personal. ¡Albricias! ¡Un atisbo de humanidad! Cierro la puerta de la oficina, sabedor de que no iba a volver a traspasarla. De la indignación pasé a esa satisfacción personal que solo uno siente cuando ha hecho las cosas respetándose a sí mismo: mi dignidad, a pesar de los golpes, había quedado intacta. Que la autoestima hay que cuidarla todos los días, señores, y un sueldo cualquiera y un trato como el recibido no merece ni el más mínimo atisbo de autocomplacencia. No podemos gustar a todo el mundo y, si lo pretendemos, seremos unos infelices de por vida. Quizá buscaban a un mono tití resultón con 900 pulsaciones por minuto y se toparon con una persona de carne y hueso respondona. Qué sé yo…