«La función principal de un corrector no es mejorar el estilo de un texto». Esta oración la pronunció Antonio Martín en el curso de corrección que impartió hace un par de meses en Logroño. Se me quedó grabada a fuego y, es más, siempre procuro aplicarla rigurosamente en mis trabajos de revisión. Ya no es solo una cuestión de profesionalidad, sino de respeto por la escritura, ese ente tan personalísimo que modela a los profesionales de la lengua. ¿Quién soy yo para modificar arbitrariamente una estructura sintáctica que se entiende o un término claramente integrado en su contexto? El «yo lo habría dicho de otra forma» no es un argumento válido en la noble labor de corregir un texto.

El revisor sanguinario
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