Los días más cortos del año sirven para colapsar la red con los resúmenes más largos de la temporada. Llegan esos temidos decálogos repletos de negritas y tipografías modernas, esas recapitulaciones que narran la vida y obra de sus autores, esos buenos propósitos tan aplaudidos como incumplidos y esos consejos untados en almíbar que nunca pediste. A mí eso de aconsejar no se me da muy bien; es más, me da mucho respeto. Prefiero quitarme esa máscara, tan socorrida en estas fechas, y hablar de cosas más pedestres y no tan etéreas.

¡Al rico almíbar! Fuente: Thalie O’Brun
Porque luchar, ¿cómo no vamos a luchar? Qué idiotez sería querer ganarse la vida como traductor autónomo y rendirse o esperar a que el maná cayera del cielo. No creo que nadie se atreva a negar que el sudor, las expectativas y las uñas mordidas forman parte del imaginario de cualquier traductor autónomo. Pero ¡qué os voy a contar si son cosas elementales! A ver si voy a terminar elaborando un decálogo… El caso es que, entre tanto orgullo mal disimulado, siempre me pregunto quién ha echado a la pobre humildad al foso de los leones.
Si uno reflexiona, se dará cuenta de que el universo que rodea al traductor invita al chovinismo más puro, ya que sus traducciones son la patria en la que se siente cómodo e integrado en este mundo de locos y sus letras son los hijos que dan sentido a su cosmos lingüístico. Y está dispuesto a defender con uñas y dientes su plaza fortificada que con tantos años de esfuerzo y formación ha tardado en levantar. No digo que no sea lícito defender lo que te pertenece, pero, si algo me ha demostrado esta profesión estos pocos años que llevo en ella, es que al traductor le pertenecen menos cosas de las que cree.
La lengua, además de un rasgo inequívoco de personalidad, es el medio que emplean los traductores para ganarse la vida. Y con las habichuelas no se juega, así que se conjugan ciertos factores de peso que favorecen la aparición de la soberbia. Con todo, no conozco a ningún buen traductor al que no le haya dolido alguna vez —como una patada en el bajo vientre— que los ojos escrutadores de un revisor vean piezas mal colocadas en el tente que tanto le ha costado levantar. Por supuesto, hablo de revisores cualificados, ya que también existe esa especie de homínido hipercorrector que se alimenta de tinta de bolígrafo rojo, y cuyas revisiones se basan en modificar tu estilo a su antojo sin justificar absolutamente nada. Los hay, pero ya habrá tiempo para hablar de ellos.
Reivindico el valor pedagógico del error, aquel que se manifiesta cuando alguien ha sentido alguna vez cómo se le enrojecían las mejillas hasta el punto de parecer un pimiento de piquillo al contemplar una equivocación dolorosa en una de sus traducciones. Los traductores con imagen de infalibilidad son una gran mentira envuelta en papel de celofán. El traductor vanidoso tiene (o debería tener) las horas contadas en este mundillo, primero, porque profesionalidad no es lo mismo que tozudez y, segundo, porque acabará fustigándose con el látigo de la autocomplacencia mientras se pregunta por qué nadie reconoce su genio. De genios incomprendidos está lleno el mundo y de falsas dignidades pisoteadas también…

¡Por el derecho a meter la gamba!
Fuente: Pete the painter en Flickr
Reconozcamos, por otra parte, que el hábitat del traductor es algo salvaje, ya que, en cuanto se huele la carnaza del error, hay centenares de tiburones reclamando su pieza. Y las dentelladas suelen ser brutales. Quizá por eso haya tan poca tolerancia a este tipo de situaciones entre los propios traductores. No obstante, siempre habrá paz para los malvados, ya que el buen cliente siempre sabrá reconocer la capacidad de respuesta del traductor ante el error y aplaudirá las posibles soluciones que este pueda aportar. Después de todo, hay una nómina casi infinita de factores que impiden que una traducción pueda ser considerada perfecta.
Y vaya por delante que no me opongo, en absoluto, al uso de esas herramientas que permiten que incrementemos nuestra cartera de clientes. ¿Quién no quiere ganar 100 en vez de 10? Tonto el último, pero parece que en los últimos tiempos solo comemos y bebemos de eso. Vivimos los traductores entre cortinas de humo, bambalinas que no conducen al escenario y panfletos infestados de obviedades. Y sin haber empezado todavía con los polvorones, ya empiezo a sentirme un pelín abotargado.
Me ha encantado esta entrada. El auge de las redes sociales ha sacado a las calles virtuales demasiados egos frustrados que creen que el mundo debería rendirse a sus pies.
Gracias, Elizabeth.
Muchos, muchísimos, demasiados.
Hola Rai:
Da gusto leer entradas así de las que se puede sacar tanta chicha en tan pocas palabras. Y aunque no comparta tu odio por los decálogos, si lo hago por la falta de humildad que parece haberse instalado últimamente en la profesión. Aunque sería más sensato aceptar que, como traductores, siempre hemos tenido una mezcla insana de orgullo y humildad. Sin el primero (al menos, sin una dosis sana), no podemos hacer este trabajo, pero sin la segunda, nos pierde precisamente el no aceptar que somos humanos, que cometemos errores y que, aunque no sea así, el cliente siempre tiene la razón.
Del coaching, redes sociales y demás mejor no hablamos, porque de nuevo lo has expresado magníficamente, aunque permíteme que añada solo una cosa: las herramientas nunca son culpables de nada. En todo caso, lo que parece faltar (y en grandes cantidades) es el sentido común para utilizarlas correctamente.
¡Felices fiestas y espero que nos desvirtualicemos por fin en 2014! 🙂
Hola, Oliver:
Siempre tiene que haber una mezcla equilibrada de orgullo para defender tus posturas y de humildad para aceptar tus errores. Pero leo demasiada egolatría y aborrezco los valores que se muestran al público.
No critico al medio en ningún momento, sino al usuario. Eso siempre.
Y sí, vaya, a ver si los astros se alinean y podemos ponernos cara este año. ¡Que ya está bien! 🙂
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