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Lo llaman visibilidad

Mira que caer en el enfoque prescriptivo me da miedo. Y con las redes sociales, algo de naturaleza tan compleja, todavía más. Se insiste, con la persistencia de un soniquete, en la importancia de que un traductor se sumerja en ellas. Como un mantra. No obstante, olvidamos que la importancia es un término con muchas aristas y meramente subjetivo. Los elementos 2.0 que nos asisten serán importantes en el caso de que sepamos sacarles partido y nos reporten algún beneficio en nuestra vida laboral y personal. No son importantes per se, sino que es el propio usuario el que les concede la relevancia que merecen.

Pero si hay una característica fundamental que las equilibra a todas es el argumento inevitable del «número de seguidores». Dejando de lado cuestiones de justicia e injusticia, méritos o deméritos, así está montado el tinglado y no tiene visos de cambiar. Es una realidad palpable en las redes que prime la cantidad antes que la calidad y, por consiguiente, se instituyan los modelos repetitivos. Por eso, hay que tratar de ser selectivo y no imitar patrones de comportamiento que conducen inevitablemente a la histeria por conseguir relevancia a cualquier precio. Aunque los cauces de la admiración son caprichosos, es evidente que resulta más atractivo alguien con tropecientos mil seguidores que otro que no supere el centenar.

Y no suele haber atajos ni reflexiones muy concienzudas: «si tiene tantos seguidores es que los merece». Bien, ¿algo más? Y no, no quiero dejar al margen valores como «respeto» y «humildad», que por desgracia están siendo absorbidos por la Compañía de Egos Virtuales S.A., —a través de una OPA hostil, por cierto—. Las redes sociales, mal interpretadas, se prestan al desarrollo de la egolatría y el componente emocional es decisivo para sentir que detrás de la pantalla hay una persona. Y la carrera oligofrénica que incita al seguimiento en masa y la búsqueda incesante de supremacía-influencia virtual no ayuda a humanizar estos espacios de encuentro.

En conversaciones informales, en algunas charlas en las que he tenido el gusto de poder hablar en público o en entradas de blog he podido constatar el grado de confusión que, a mi juicio, existe con respecto al papel de las redes sociales y otras herramientas en la vida de un traductor. Hay montones de lecturas interesantes que hablan sobre el jugo que se les puede extraer, pero hay muy pocas que cuestionen su uso y las falsas expectativas que se crean en torno a ellas. Y podría llegar a ser peligroso ya que, en ocasiones, he percibido en ciertas respuestas y actitudes un abismo del tamaño de la fosa de las Marianas entre la realidad del mercado y un mundo 2.0 más virtual que nunca.

Porque la confusión llega a extremos de ficción al más puro estilo hollywodiense. La asociación trabajo-visibilidad-méritos-relevancia puede derivar en un auténtico galimatías. De eso se trata, de visibilidad. De este término, lo que representa y de materias afines estaré hablando en uno de los seis seminarios web que han organizado las chicas de Educación Digital para el curso «Traductores 2.0» que, por cierto, tuve la suerte de disfrutar el año pasado. Con el firme propósito de alejarme de la «cantinela de siempre», mi objetivo consistirá en ofrecer una visión constructiva de lo que implica y no implica el término «visibilidad».

¿Visibilidad? Probablemente
Fuente: Rai Rizo

Abstente y resígnate

Aunque lo parezca, sustine et abstine no son los nuevos medicamentos lanzados al mercado por Pfizer para combatir esa enfermedad llamada «crítica» que se propaga como el sarampión. No, señores. Se trata, efectivamente, de un lema estoico que han hecho suyo unos cuantos cabrones que deben estar crujidos de risa en sus poltronas mientras retuercen el cuello de sus semejantes. Si Séneca levantara la cabeza, ¡cuántas infusiones de cicuta prescribiría entre tanto canalla! Cualquier cosa con el fin de alcanzar la ansiada ataraxia. No es mi intención desvariar más de la cuenta pero, ¿qué tendrá que ver el estoicismo con una profesión como la traducción? ¿Habría que soportar las imposturas sin más reacción que una mueca de desaprobación? No exactamente.

«No sé si podré abstenerme de «encicutar» a unos cuantos…»

Estas cuestiones no han sido objeto de análisis sesudos y resulta comprensible esta falta de interés, ya que no tienen la más mínima importancia práctica. Tú allí y yo aquí. Pero se puede inferir, sin mucho esfuerzo, que el mundo de la traducción es un rincón tremendamente heterogéneo. Y entre tanta disparidad se cuelan opiniones contrapuestas y cierto tufillo a hipocresía. Las redes sociales han permitido que nos acerquemos como profesionales pero, quizá, nos han alejado de la compresión de su propia imperfección. Ellas no tienen la culpa. Somos nosotros los que, en ocasiones, creamos un mundo monocromo donde tendemos a uniformizar opiniones y a fundar creencias. Esto es así y es así. Y, además, favorecen los procesos de ego tripping.

Hay etiquetas que no ayudan a desmontar el mito de traductores llorones. Y existe cierta convicción de que los traductores somos una raza de artistas de las letras, tocados por el cayado de San Jerónimo, que se apoyan en la salud, en la enfermedad, todos los días de su vida. Incierta e incómoda reflexión porque desvirtúa lo que creo que es verdaderamente importante en mi profesión y nos conduce hacia el peligroso terreno de la endogamia. Que se lo digan a Carlos II. Nos enzarzamos en disputas febriles por asuntos que se escapan de nuestras manos y que únicamente creemos que afectan a nuestro cosmos. La vuelta al «pobre de mí, qué solito estoy».

En la vida real pretender caer en gracia a todo el mundo es tarea tan imposible como estéril. Las redes sociales no pueden maquillar esta evidencia, precisamente porque la de mayor éxito solamente está programada para ofrecer una visión sesgada del asunto. Me gusta. Otra cosa muy diferente es que se empleen para compartir conocimientos y recursos por puro altruismo y nos hagan más fácil nuestro día a día. ¡Viva el progreso si es para esto! Ahora bien, la verdadera batalla está dentro de nosotros mismos. Alejándose de sentimentalismos, oratoria de mercadillo, paternalismos universitarios y otras excusas para no ver lo que tenemos enfrente, el traductor es un profesional que debe hacerse a sí mismo. No hay otra opción.

Todo este tiempo que llevo corriendo cortinas en el mundo de la traducción y asomando la nariz, me ha servido para extraer muchas conclusiones que no sólo me han hecho crecer como profesional sino también madurar desde el punto de vista humano. Y es así, en tiempos revueltos, donde todos, sin excepción, nos enfrentamos a retos que permiten conocer de qué pasta estamos hechos. He podido comprobar en primera persona lo competitivo que es el mercado de traducción, contemplar la negociación de tarifas al menudeo, experimentar largos periodos de silencio y falta de trabajo, apreciar el valor de los buenos contactos, valorar la enorme importancia de una profunda especialización para alcanzar ese grado de diferenciación que te desmarque del resto, estimar en buena medida la renovación y el reciclaje profesional o considerar diferentes estrategias empresariales. Y todo esto como pequeño botón de muestra.

«Soy un lobo, soy un lobo…»

Importante cultivar estas capacidades, pero echo de menos una actitud de la que no se habla mucho, prácticamente nada: la humildad. Traductores capaces, buenos traductores, grandes traductores, traductores profesionales, traductores famosos, pero… ¿traductores humildes? La humildad no se enseña, pero se debería mencionar más a menudo. Nada es asimilable sin la humildad suficiente que te permite reconocer tus errores, detectar tus puntos débiles, darte cuenta de que debes seguir mejorando, reparar en que en una maratón no gana el más rápido y explosivo sino el más resistente y tenaz. Profesionalidad y personalidad son indisolubles. Y estas cosas ni se imparten en clases magistrales, ni se pueden adquirir en establecimientos autorizados. Se experimentan como parte de un proceso constante de aprendizaje. Y no hay protocolo que valga, solo la improvisada valentía del que sabe, por puro empirismo, que levantarse siempre será la última fase de un proceso ininterrumpido de caídas.