Escala de grises

He vuelto a abrir la puerta. Luces fundidas, persianas que ya no suben y densas nubes de polvo. No esperaba otra cosa. Son ya muchos años sin descorrer las cortinas y dejar entrar la luz de un mundo que ha girado demasiado deprisa desde entonces. Los asuntos sobre los que escribía apenas agitan mis tripas, que es donde mejor percibo el tufo espeso de la aprensión o el aire limpio de una buena perspectiva.

He cambiado. Me ha costado asumir que, aunque mis valores profesionales se mantienen, mis contradicciones se acrecientan. Claro que no voy a trabajar por menos de tal tarifa porque sé lo que me cuesta teclear no sé cuántas miles de palabras al día, claro que la traducción puede ser considerada un arte menor por imbéciles que poseen la dialéctica propia de mamporreros sofisticados, claro que las mentes más emprendedoras de nuestro tiempo quieren sustituirnos por máquinas porque estorbamos, pedimos mucho y producimos poco. ¡Claro!

Pero entre la certeza y la realidad se teje el delgadísimo hilo de la subjetividad. Lo cierto no es más que un adelanto de lo incierto. Para sentirnos menos miserables, seguimos revelando los mismos negativos de siempre porque, en el fondo, nos gusta ver las mismas fotos de siempre.

Y en eso hay grandes dosis de vanidad. Precisamente por eso, por no verme reflejado siempre en la misma esquina del marco, dejé de fotografiar el mismo paisaje. Esta bitácora cerraba harta de tomar imágenes quemadas.

En cambio, ahora, la óptica es diferente. Procuro, y me esfuerzo muchísimo, por no sonar condescendiente. Me aterra que me tomen en serio por sonar serio. Trato de eludir el condicional y, más aún, el imperativo. Me gusta utilizar el presente de indicativo. También el de subjuntivo porque me hace sentir menos terco.

Me harté de tantas soflamas abyectas, pronunciadas para perpetuar actitudes que solo han sido madera deglutida por la carcoma. Quiero reivindicar la duda y la inseguridad como únicos guías titulados para conducirnos por caminos que aún no hemos recorrido. Me alejo de los discursos triunfalistas que pude absorber, incluso duplicar de un modo inconsciente, y me vuelvo remiso a todo lo que suene dado.

Deseo que cada cual recorra su camino sin cargar con pesadas mochilas repletas de recetas resultonas y sonrisas fingidas. Brindo por los traductores que se quedaron en el camino y decidieron que esto no era lo suyo. Celebro su fracaso, que es el de todos, no solo el suyo. Aplaudo la inteligencia de los que se plantean qué hacer con su vida pese a irles bien en lo suyo.

Los recuerdo porque nunca se ha hablado de ellos, porque se lo merecen. Porque son las caras de una misma moneda. Porque, más que nunca, traducir es un simple modo de ganarse la vida, con sus penurias y sus celebradas satisfacciones. Como tantas otras profesiones. Porque somos un grupo diverso, inabarcable, atomizado y poliédrico. Porque todos queremos prosperar. Porque las frases vacías solo sirven para vaciar las mentes.

Fue la incertidumbre la que, sudorosa y tímida, me llevó de la mano hacia sectores más creativos de la traducción. Quién le iba a decir a un traductor jurídico que también podía trabajar en el ámbito de la transcreación.

El manual didáctico de cómo quebrar en mil pedazos el axioma de la hiperespecialización. Mi creatividad durmiente y mi inseguridad velada empujaron sigilosamente la puerta hacia la versatilidad. Ambas cualidades, supuestamente antagónicas, apretaron con fuerza los correajes, asfixiaron al miedo y obligaron a echar a andar al animal.

A partir de ahora, me quedo con los grises, me desprendo de los blancos y negros, y me guardo unas pocas prendas de colores estridentes para que los cazadores no me acribillen a tiros en la montaña. Para que se me vea venir. Para demostrar que el gris también brilla.

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