Los osos y la traducción

[box] Well, dude, sometimes you eat the bear, sometimes the bear eats you. [/box]

Caminas con energía por un sendero que, a pesar de no haber hollado nunca, te inspira confianza. De súbito, tus pasos te guían hacia un bosque cerrado y húmedo, y la senda, otrora un hilo desgastado de guijarros relucientes por el sol primaveral, es ahora una maraña de matorrales secos y espinosos. El clima montañoso, tan salvaje como antojadizo, te castiga con una fina llovizna cuyas gotas escarchadas penetran, con parsimonia, en todos y cada uno de los poros de la piel, tensando músculos y ateriendo huesos. El relente, motivo de evasión para la mayoría de las criaturas vivas, no lo es para el oso de espesa capa de grasa que, erguido sobre sus patas traseras, clava la mirada en ti con la desconfianza que otorga una visión miserable y ese recelo, surgido del instinto natural, que enfrenta a especies totalmente diferentes desde los albores de los tiempos.

¿Y este cuento a santo de qué? La respuesta es que, en una mente tan caótica como la de un servidor, se han agolpado vivencias recientes en los Pirineos franceses —no, no avisté osos, excepto en un folleto publicitario del Parc’Ours—, y experiencias profesionales con traducciones no del todo agradables. ¿Y qué tienen que ver los osos con la traducción? Pues, si te esperas, te lo explico.

Para empezar con esta historia real, necesitas un gestor de proyectos extraordinario. Condición indispensable, sin duda. El segundo elemento esencial es poseer una mente curiosa a la par que algo temeraria. En último lugar, necesitas que sea lunes para que las neuronas estén todavía pensando en el plato de paella que te calzaste el día anterior. La combinación en el 99 % de los casos resulta fatal. Es como si mezclas los acordes infinitos de la guitarra de Bob Marley con la voz eccematosa de Justin Bieber. Va a desafinar. Pues así estaba yo esa mañana, lindando el destemple y la narcosis.

Oso

«Venga, vamos a jugar un ratito»
Fuente: Víctor Roces (Flickr)

Y va el tío, que soy yo, y dice que sí, que acepto el proyecto. ¿El tema? Baladí, o sea, ensayos de tracción y resistencia de instrumentos de identificación del ganado vacuno y ovino. Tema, por cierto, contemplado por una norma ISO. Ahí es nada. Al echar un vistazo al original, sufro el célebre «síncope traductoril», ese momento donde empiezas a maldecir en idiomas extraños, aunque solo tengas dos lenguas de trabajo. Khal Drogo, si te escuchara blasfemar así, estaría orgulloso de tu dicción, vehemencia y riqueza de vocabulario. Como no quieres morir en pecado, empiezas a pensar en esa Torre de Babel imponente, casi mística, que te embarca en un viaje hacia el pasado, donde profesores universitarios que jamás han traducido tres palabras seguidas, expresaban con firmeza que los traductores éramos capaces de surcar todos los mares textuales, acompañados de la milenaria brújula del conocimiento.

Evidentemente, me hundo. Aun así, saco fuerzas de flaqueza y consigo mirar el semblante serio de un texto tan árido como las dunas del Gobi. Y, oye, lo entrego en el plazo acordado; eso sí, cabizbajo y con la misma sensación que debe experimentar un mal estudiante cuando le entrega a su padre el boletín de notas trimestral. Pasan las horas y ya te esperas un rapapolvo de aquí no te menees, pero, descreído, recibes una felicitación por parte del gestor de proyectos. Lo que te faltaba: la traducción no solo funciona, sino que incluso habrá que brindar por la victoria.

Aun así, no me dejo llevar por la euforia, y prefiero pronunciar las palabras mágicas que son todo un bálsamo para mi espíritu atribulado: «nunca más». Señoras y señores, traductores todos, pocos textos me lo han hecho pasar tan mal. Experimenté fenómenos paranormales durante el proceso de traducción: sudé en pleno invierno zaragozano, me dejé crecer una barba de náufrago muy poco favorecedora que desafiaba la ley de gravitación universal, soñaba con borregos y no precisamente de los que daban saltitos entre verdes prados alpinos…

Sí, ahora es cuando viene la moraleja de este cuento que bien podría haber firmado Allan Poe: si veis un oso protegiendo su territorio, daos la vuelta y desandad el camino. Tampoco hagáis mucho ruido, ni corráis como alma que lleva el diablo, porque un oso asustado es doblemente peligroso. Aquí, el valiente que suscribe, decidió enfrentarse al plantígrado y salió vivo de milagro. Tuve suerte; quizá otros no la tengan.

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